El Foro de Davos —es decir, una significativa parte de las elites políticas, empresariales, financieras y de pensamiento mundiales— se prepara para una nueva era económica. No hay consenso sobre cómo afrontarla, pero sí en que el mundo encara una transformación que nos conduce a una fase sustancialmente diferente de la anterior. La presidenta del BCE, Christine Lagarde, cristalizó el concepto en un debate celebrado este viernes en la localidad alpina suiza señalando que la economía mundial da señales de estabilización, pero metamorfosea hacia algo diferente: “Empezamos a ver una normalización, pero hacia algo que no será la normalidad. Pasaremos de normalización a no normalidad”, dijo.
El juego verbal de Lagarde refleja bien el espíritu de los debates mantenidos esta semana en el Foro de Davos. Tras las crisis de la pandemia y de la invasión de Ucrania, la economía muestra síntomas de resiliencia, ha absorbido el impacto mejor de lo que muchos esperaban, por ejemplo, en este mismo foro el año pasado. Pero la magnitud de las fuerzas de transformación en curso es de calibre enorme, y representa un gran desafío. Sus nombres son claros: inteligencia artificial generativa, entorno geopolítico inestable e inseguro, urgencia climática desbocada, polarización política limitante, fuerte deuda acumulada, entre otros. Estas fuerzas configuran el nuevo escenario al que la economía debe adaptarse.
En Davos, ha habido recurrentes referencias a la necesidad de grandes inversiones, con múltiples focos: para proteger a los sectores de las sociedades avanzadas más expuestos a las consecuencias negativas de las transformaciones (y evitar así la desestabilización política que su malestar procura); para proteger a los países menos desarrollados (más expuestos al impacto negativo del cambio climático o del encarecimiento de los tipos de interés de la deuda); o simplemente para mantener la competitividad en un entorno de descarnada competición de potencias.
Por supuesto, no hay consenso ninguno sobre cómo financiar las inversiones necesarias. Significativamente, hubo fuertes llamamientos a inversiones públicas de parte de figuras que no se asociarían naturalmente con posiciones propias de visiones socialdemócratas o progresistas a más amplio espectro. Las invocó el presidente de Francia, Emmanuel Macron, un liberal; o, en el mismo panel de Lagarde, el presidente de Singapur, Tharman Shanmugaratnam, que desde luego no puede considerarse un feudo socialdemócrata clásico.
Ante la idea de dirigir gasto público al estímulo de capacidades en sectores estratégicos o a la atención a los desfavorecidos, se ha opuesto la resistencia de quienes quieren confiar en el sector de los mercados. Con la retórica y los planteamientos brutales mostrados aquí por el nuevo presidente de Argentina, Javier Milei; o con las ideas menos excéntricas, pero en todo caso a las antípodas, del ministro de Finanzas alemán, Christian Lindner, también presente en el debate de este viernes.
Lindner exhortó a apostar por la movilización del ahorro europeo hacia inversiones a través de una mejora de la integración del mercado de capitales europeo. “Hay altos niveles de deuda. Esto ha contraído el espacio para financiar las transformaciones. Temo que se quiera en Europa entrar en una carrera de subsidios con EE UU. Tenemos que evitarla, no podemos permitírnosla”, dijo Lindner, en lo que sonó como una respuesta a la idea, reavivada por Macron aquí el miércoles, de recurrir a eurobonos para financiar una nueva gran oleada inversora en la UE centrada en los sectores verde, digital y de Defensa. Lindner estuvo de acuerdo con Lagarde en que la economía se mueve hacia una “nueva normalidad”.
La presidenta del BCE enumeró tres síntomas de estabilización de la economía. En primer lugar, la moderación de las fuerzas que han impulsado tremendamente el consumo en los últimos años, con mercados laborales fuertes, pero un poco menos, y la enorme cantidad de ahorros que se va reduciendo. En segundo lugar, un repunte del comercio mundial después de una fase de recesión —en este aspecto, la directora de la OMC coincidió, aunque señalando que de todas formas la expansión del comercio es inferior proporcionalmente a la del PIB—. Y, en tercer lugar, una mejora de la inflación. Lagarde no hizo referencias específicas a la Eurozona porque la semana que viene hay una reunión del consejo del BCE y las reglas de la institución reclaman discreción en la semana previa.
Esta estabilización gana tiempo para la adaptación a las formidables transformaciones. Tal vez la más agitadora es la introducción cada vez más acelerada en la vida de las empresas de la IA generativa. Esta promete grandes avances de productividad. También considerable destrucción de empleos, que podrán ser sustituidos por otros, pero no necesariamente al mismo tiempo, y no para las mismas personas.
El cambio climático avanza al galope. Esto ha empezado ya a producir grandes movimientos de personas, que con toda probabilidad se incrementarán. Más allá de los refugiados climáticos, se libran grandes pulsos por la primacía tecnológica —que acarrea subsidios, aranceles, tensiones entre gobiernos—. O grandes debates sobre un impuesto global al carbón o, como trató de proponer Lindner, un mercado global del carbono, en el que en vez de invertir para lograr progresivas reducciones de emisiones en sectores muy costosos —como puede ser la industria pesada alemana— usar el dinero para promover acciones de producción de energía verde en sitios donde la inversión renta más.
El legado de Davos
La tensión geopolítica, que ha estallado de forma desconocida en décadas, no tiene ningún viso de desaparecer hasta donde llega la vista. El lema del Foro de Davos este año ha sido “reconstruir la confianza”. Un participante observó que ya gestionar razonablemente la desconfianza sería un gran logro.
Esta desconfianza ya produce, aunque de forma lenta, movimientos empresariales. Lagarde observó que durante décadas se priorizó de forma absoluta la eficiencia, y que tiene sentido ahora poner un poco más el foco en la ecuación de la seguridad. Occidente habla mucho de reducir el riesgo de su dependencia de China. Movimientos de reconfiguración de cadenas de suministro han empezado. Tensiones específicas como las del mar Rojo obligan a alterar rutas de transporte marítimo. Todo esto podrá producir un incremento de costes, con cierta tendencia inflacionista duradera.
Este es el cuadro que habrá que afrontar. Hay consenso en Davos en que esto requerirá grandes adaptaciones, importantes movimientos de la política, para estimular el cambio positivo, atenuar los impactos negativos. En los países occidentales, esta exigencia se produce en un año con un ciclo electoral muy importante, y con grados de polarización e ideologización que complican la perspectiva. “De todo este escenario, lo que más temo es la incapacidad de nuestro sistema político (el de EE UU) de actuar”, resumió el estadounidense David Rubenstein, exasesor gubernamental, presidente del Consejo de Relaciones Exteriores y emprendedor.
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